Un libro profundo, denso, largo (más de 800 páginas) y extremadamente recomendable por su solidez, su autor y, sobre todo, por su mensaje.
Una obra que rebate el lugar común del hombre como ser egoísta y de la lucha como único motor de la evolución e intenta poner en el centro de nuestra vida individual y social la cooperación, la bondad y el altruismo.
Matthieu Ricard, monje budista, ex-científico de alto nivel, hijo de uno de los principales filósofos franceses del siglo XX y autor de muchos libros muy interesantes hace un resumen excelente de la intención de esta magna obra (llena de estudios y datos) en el capítulo de las conclusiones y define mejor que nadie su sentido:
«Para que las cosas cambien realmente, hay que atreverse al altruismo.
Atreverse a decir que el altruismo verdadero existe, que puede ser cultivado por cada uno de nosotros, y que la evolución de las culturas puede favorecer su expansión. Atreverse, igualmente a enseñarlo en las escuelas como una herramienta preciosa que permita a los niños realizar su potencial natural de benevolencia y de cooperación. Atreverse a afirmar que la economía no puede conformarse con escuchar la voz de la razón y del estricto interés personal, sino que también debe escuchar y hacer oír la voz de la solicitud. Atreverse a tener seriamente en cuenta la suerte de las generaciones futuras, y a modificar la forma en que explotamos hoy el planeta que mañana será el suyo. Atreverse, en fin, a proclamar que el altruismo no es un lujo, sino una necesidad.
(…) La cooperación -nos recuerda el evolucionista Martin Novak- , no solamente ha sido el arquitecto principal de 4.000 millones de años de evolución, sino que ha constituido la mejor esperanza para el porvenir de la humanidad y nos permitirá hacer frente a los graves desafíos que nos esperan”.
La obra analiza el fenómeno del altruismo desde múltiples puntos de vista y lo hace también con el egoísmo tanto individual como colectivo (espeluznante el capítulo donde habla de prácticas de algunas empresas como determinadas farmacéuticas) y por tanto de él se entresacan innumerables pasajes dignos de recordar espacialmente. A continuación dejo simplemente una breve selección de los mismos:
Banalidad del bien
«Se ha hablado de la banalidad del mal. Pero también se podría hablar de la banalidad del bien imáginandose las mil y una manifestaciones de solidaridad, deferencia y compromiso en favor del bien del otro, que jalonan nuestras vidas cotidianas y ejercen una influencia considerable en la calidad de la vida social. Además, los que realizan esos innumerables actos de ayuda mutua y solicitud dicen generalmente que es muy normal ayudar a su prójimo. Si está justificado evocar esta noción de banalidad, es también porque en cierto modo es silenciosa: el bien de todos los días es anónimo, no llena las primeras páginas de los periódicos como lo hace un atentado, un crimen odioso o la libido de un político. Y, por último, la banalidad es un indicio de que todos somos potencialmente capaces de hacer el bien a nuestro alrededor.»
«En verdad el egoista peca principalmente por ignorancia. Si comprendiera mejor los mecanismos de la felicidad y del sufrimiento, realizaría su propio bien dando prueba de bondad ante el otro. Jean-Jacques Rousseau lo formulaba así: «Sé y siento que hacer el bien es la felicidad más verdadera que el corazón humano puede disfrutar”. Para el budismo, desear verdaderamente el bien es aspirar a vivir cada momento de la existencia como un momento de plenitud, es querer llegar a un estado de sabiduría, liberado del odio, del deseo egocéntrico, de los celos y de los otros venenos mentales. Un estado que ya no se ve perturbado por el egotismo y que va acompañado de una bondad dispuesta a expresarse frente a todos aquellos que nos rodean.»
Humores y circunstancias
«La imagen que tenemos de nosotros mismos influye igualmente en la inclinación a ayudar a otro. Al terminar un test sobre la personalidad, se anuncia a la mitad de los participantes que los resultados indican
que son muy solícitos con los otros, y a la otra mitad, que tienen un elevado nivel de inteligencia. Al salir del laboratorio cada estudiante que acaba de pasar el test se cruza con alguien que deja caer ante él una decena de lápices que se esparcen por el suelo. Los estudiantes a los que calificaron de benévolos y serviciales recogen dos veces más lápices de media que aquellos cuya inteligencia fue alabada.»
«Aunque nuestro cuerpo esté sometido cada instante a transformaciones y nuestro espíritu sea el teatro de innumerables experiencias emocionales y conceptuales, concebimos el “yo” como una entidad única, constante y autónoma. La simple percepción de un “Yo” se ha cristalizado ahora en un sentimiento mucho más fuerte, el ego. Sentimos, además que este egos es vulnerable, y queremos protegerlo y satisfacerlo. Así se manifiesta la aversión hacia todo cuanto lo amenaza, la atracción por todo cuanto le agrada y lo reconforta. Esos dos estados mentales dan origen a una multitud de emociones conflictivas: la animosidad, el deseo compulsivo, la envidia, etc»
La libertad verdadera
“El individualismo suele asociarse a la noción de libertad individual. “Para mí, la felicidad sería hacer todo lo que yo quiera sin que nadie me impida nada”, declaraba una joven inglesa interrogada por la BBC. Una estadounidense de veinte años, Melissa, dice, por su parte: “Me burlo totalmente de la manera como la sociedad me considera. Vivo mi vida según la moral, las perspectivas y los criterios que yo misma voy creando”.
Liberarse de los dogmas y las obligaciones impuestas por una sociedad rígida y opresora es una victoria, pero esa liberación no será sino una ilusión si nos lleva a depender de nuestras propias fabricaciones mentales. Querer hacer lo que se nos pasa por la cabeza es tener una concepción extraña de la libertad, porque así nos convertimos en el juguete de los pensamientos que agitan nuestro espíritu, como la hierba que el viento doblega en todos los sentidos en la cumbre dice una colina. Tomada en este sentido, la libertad individual acaba por perjudicar al individuo y destruir el tejido social. El ensayista Pascal Bruckner deplora “esa enfermedad del individualismo que consiste en querer escapar a las consecuencias de sus actos, esa tentativa de disfrutar de los beneficios de la libertad sin padecer ninguno de sus inconvenientes”.
El individualista confunde la libertad de hacer lo que sea y la verdadera libertad que consiste en ser dueño de uno mismo. La espontaneidad es una cualidad preciosa, a condición de no confundirla con la agitación mental. Ser libre interiormente es antes que nada liberarse de la dictadura del egocentrismo y de los sentimientos negativos que la acompañan: avidez, odio, celos, etc. Es tener nuestra vida en nuestras propias manos, en vez de abandonarla a las tendencias forjadas por nuestras costumbres y condicionamientos. Tomemos el ejemplo de un marino en su barco: su libertad no consiste en dejar su nave a la deriva, a merced de los vientos y las corrientes, pues en ese caso no navegaría sino que iría a la deriva, sino en controlar su barco, manejando como es debido el timón, desplegando las velas y navegando hacia el rumbo que ha elegido.
La verdadera libertad es esencialmente la que nos libera de las emociones conflictivas. Sólo se adquiere disminuyendo el amor obsesivo de sí mismo. Contrariamente a lo que podría pensarse, el estado de libertad interior ante las emociones no conlleva ni apatía ni indiferencia y la existencia no pierde por ello sus colores.
La idea de que soy libre de hacer todo lo que quiera en mi pequeño mundo mientras eso no perjudique a otros está basada en una visión demasiado estrecha de las relaciones humanas. “Una libertad semejante no está basada en las relaciones entre los hombres, sino en la separación”, escribe Karl Marx. Además, limitándose a abstenerse de perjudicar, se corre el riesgo de perjudicar al otro renunciando a la posibilidad de hacer un bien: “La inactividad de los buenos no es menos perjudicial que la nefasta actividad de los malos”, decía Martin Luther King. Una sociedad armoniosa es aquella en la que se asocia la libertad de realizar el propio bien a la responsabilidad de realizar el de los demás.»
Una educación ilustrada
Martin Seligman, uno de los fundadores de la “psicología positiva” (según la cual, para desarrollarse en la existencia, no basta con neutralizar las emociones negativas y perturbadoras, sino que es preciso favorecer también la eclosión de emociones positivas) ha planteado a miles de padres la pregunta siguiente: “¿Qué es lo que más desearía para sus hijos?». En su mayor parte le respondieron: la felicidad, la confianza en sí, la alegría, el florecimiento, el equilibrio, la amabilidad, la salud, la satisfacción, el amor, una conducta equilibrada y una vida llena de sentido. Para resumir, el bienestar encabeza lo que los padres desean principalmente para sus hijos.
“¿Qué se enseña en la escuela?” preguntó a continuación Seligman a los mismos padres, que respondieron: la capacidad de reflexión, la capacidad de adaptarse a un molde, las competencias en lenguas y matemáticas, el sentido del trabajo, la costumbre de hacer exámenes, la disciplina y el éxito. Las respuestas a estas dos preguntas prácticamente no coinciden. Las cualidades enseñadas en la escuela son, sin lugar a duda, útiles y en su mayoría necesarias, pero la escuela podría asimismo enseñar los medios para llegar al bienestar y a la realización de sí, en pocas palabras, a lo que Seligman llama una “educación positiva”, una educación que enseñe también a cada alumno a convertirse en un ser humano mejor.
“A quienes sostienen que es más racional ser egoísta que altruista, porque es la manera más realista y eficaz de asegurar su prosperidad y su supervivencia, y que los altruistas son idealistas utópicos e irracionales, que siempre se hacen explotar, podemos responderles con Robert Frank, de la Universidad de Cornell: “Los altruistas no son ni más ni menos racionales que los egoístas. Simplemente, tienen objetivos diferentes”. Incluso es probable que, en muchas situaciones, el altruista se comporte de manera más realista que el egoísta, cuyos razonamientos estarán sesgados por la búsqueda de su único interés. El altruistas considera las situaciones desde una perspectiva más abierta. Le será más fácil considerar las situaciones desde diferentes ángulos, y tomar las decisiones más apropiadas. no tener ninguna consideración por el interés de los demás no es racional, es sólo inhumano.»
Transformarse uno mismo para transformar el mundo
“Querer trabajar precipitadamente por el bien de los demás, sin prepararse primero, es como querer operar al instante enfermos en la calle, sin haber estudiado medicina ni construido hospitales. Es cierto que los años de estudio y los innumerables trabajos realizados, permiten curar a los enfermos con muchísimas más eficacia.
Lo primero que hay que hacer si se quiere servir a los demás es desarrollar uno mismo suficiente compasión, amor altruista y valor para poder ponerse eficazmente a su servicio sin traicionar su objetivo inicial. Remediar el propio egocentrismo es un medio poderoso para servir a los demás. Por lo tanto, no hay que subestimar la importancia de la transformación personal.»
No está nada mal, la selección de fragmentos. Echo en falta, eso sí, más análisis y aportación por tu parte. Además de los fragmentos, unas cuantas líneas contando qué opinas de ellos y de las ideas que dichos fragmentos sostienen —u otros fragmentos no reseñados —. Más «cosecha propia», vamos.