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La desilusión pandémica (o cómo olvidamos nuestros principios morales más básicos)

Llevaba tiempo pensando en escribir sobre este tema y conteniéndome porque lo que tengo que decir (que creo que es algo que todos sabemos aunque olvidamos –en muchos casos en forma de olvido consciente–) es profundamente triste para nuestra existencia como seres humanos, pero el caso de un amigo cercano que, incluso siendo muy precavido, se ha vuelto a contagiar muy recientemente de Covid-19 y que con el protocolo actual que rige en España tendrá incluso, salvo que tenga síntomas graves, que seguir acudiendo a trabajar infectado a un lugar donde acuden a diario a comprar centenares de personas mayores de 60 años me ha llevado a tener que expresar mis pensamientos sobre el profundo disparate moral que estamos cometiendo nosotros que “íbamos a salir mejores” de la pandemia.

Para analizar la cuestión del manejo actual de la pandemia (o el “no manejo” mejor) en esa estrategia llamada de “gripalización” vamos a tomar como referencia tres conceptos filosóficos clave que están (o deberían estar –yo creo que pese a esta horrible excepción siguen siendo válidos–) en las raíces de nuestra sociedad y, a través de la educación y la cultura, de nosotros como individuos: la valoración de la vida como un bien máximo propio del humanismo cristiano, el imperativo categórico kantiano de tratar a los demás siempre como un fin en si mismos y nunca como un medio y las diferentes categorías de preferencias lexicográficas que sirven para ilustrar bien un sistema de valores. Procedo a desarrollarlos de forma muy breve a continuación:

Nuestra sociedad occidental se asienta, creo que es difícil negarlo, sobre la cultura grecolatina y los dos milenios de cristianismo, sobre esa base de humanismo cristiano, pese al proceso de secularización y de separación de los individuos de la religión de los últimos siglos, se configura la vida como un valor máximo que se debe proteger. Esto es algo que recogen de forma totalmente prioritaria incluso nuestras constituciones, en el caso de la nuestra en el artículo 15, y de forma clara y taxativa la declaración Universal de Derechos Humanos que dice en su artículo 3: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona.”  Obsérvese, para esos adalides extremos del preciado y necesario derecho a la libertad, que viene formulado en el mismo artículo que el derecho a la vida y tras él, creo que no es necesario aclarar más al respecto.

Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio. Esa es la formulación kantiana referente a la humanidad del imperativo categórico que en su redacción general dice: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”.

Respecto a las preferencias lexicográficas voy a tomar directamente, por breve y clara, la explicación del filósofo Massimo Pigliucci en la página 79 de su libro “Cómo ser un estoico”: “Los economistas han desarrollado el concepto de las preferencias lexicográficas, llamadas así porque funcionan de forma similar al orden de las palabras en un diccionario para describir situaciones en las que las personas quieren bienes inconmensurables, es decir, bienes que no se pueden comparar entre sí en función del valor. Digamos que valoro los bienes 1 y 2, que pertenecen a la categoría A, pero también los bienes 3, 4 y 5, que pertenecen a la categoría B. Mientras que 1 y 2 se pueden comparar y contrastar, y lo mismo ocurre con 3, 4 y 5, ningún bien que pertenezca a A es comparable con ningún bien perteneciente a B, y nada de A tiene una precedencia completa por delante de nada de B. El resultado es que se puede comerciar con los bienes dentro de A o de B, pero no entre categorías.  (…) Esto puede sonar extraño, pero si se reflexiona durante un momento veremos que ya estamos utilizando la indexación lexicográfica en muchas de nuestras elecciones. Digamos que le podría gustar la idea de ir de vacaciones a un bonito hotel en el Caribe. Como ir de vacaciones y gastar dinero se encuentran en el mismo nivel lexicográfico, está dispuesto a intercambiar parte de su dinero ganado con tanto esfuerzo para alcanzar dicha meta. Pero asumo que no estaría dispuesto a vender a su hija por ninguna razón, y desde luego no para disfrutar de unas vacaciones. Eso es así porque su hija pertenece a un nivel lexicográfico más elevado, que es inconmensurable con sus vacaciones, por muy placenteras y necesarias que puedan ser estas últimas.”

Tomando esos tres conceptos anteriores para reflexionar sobre la gestión de la pandemia de Covid-19 en nuestro país, y en buena parte de lo que denominamos occidente desarrollado, pero ojo, no en todo ya que hay países que han mostrado bastante más “decencia ética”, parece difícil no constatar con tristeza que se ha abandonado el principio de la vida como bien máximo esencial anterior a todos los demás (sin vida y salud no hay siquiera libertad ni tampoco economía), que se ha dispuesto desde las autoridades –incluso, y esto lo hace aún más triste, en países con gobiernos de izquierdas como el nuestro–  a los ciudadanos como un medio de producción económica, menoscabando incluso de forma directa su derecho a la salud y la vida, y no como un fin en sí mismos y que se han intercambiado valores que están en un nivel lexicográfico claramente superior y que nadie estaría dispuesto a cambiar en condiciones normales como la vida o la salud por otros que pueden ser muy deseables pero de una categoría lexicográfica totalmente distinta como disfrutar de los bares y las discotecas.

Al hilo de esta sencilla visión filosófica de la pandemia surgen preguntas que tienen difícil respuesta y que como sociedad deberían hacernos pensar y reflexionar seriamente porque pasada esta época de “euforia” supuestamente postpandémica alentada por todos aquellos muy interesados en que la rueda económica no pare, los historiadores del futuro muy probablemente examinarán horrorizados muchas de las respuestas que dimos en su día a cuestiones como ¿Es razonable cerrar los parques infantiles o impedir que las personas hospitalizadas tengan acompañantes mientras se llena el ocio nocturno? ¿Es razonable cambiar la preferencia lexicográfica de mayor comodidad de no tener que llevar una mascarilla en un recinto interior –por más que hablemos de millones de personas sufriendo esa leve incomodidad—por miles de muertes? ¿Si tomando unas mínimas medidas restrictivas –no hablamos ya de la estrategia cero covid cuyo tren, que llevaba a una gestión infinitamente menos trágica de la pandemia, se perdió hace mucho en Europa—las muertes anuales por Covid-19 pasan de ser 30.000 o 40.000 a ser sólo la mitad de esa cifra no vale la pena hacer el esfuerzo como sociedad y como individuos para ello? ¿Por qué somos capaces de prohibir fumar en los bares, limitar la velocidad en las ciudades a 30 km/h para evitar muertes por atropellos –además del valor ambiental que también incide mucho en la salud— o promovemos políticas públicas para reducir el azúcar o las grasas trans en los alimentos y no protegemos a millones de mayores y vulnerables de forma adecuada?

Y ya que los gobernantes responden sobre principios muy distintos de estos éticos a las preguntas más esenciales nosotros como individuos debemos plantearnos directamente (y obrar en consecuencia a la respuesta que demos) ¿Quiero actuar siguiendo como ley universal aquella que obedece únicamente a mi egoísmo individual o a intereses económicos y no tiene en cuenta el más elemental derecho a la vida y a la salud de las demás personas?

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3 comentarios en «La desilusión pandémica (o cómo olvidamos nuestros principios morales más básicos)»

  1. Bien dicho, lo mismo piensa mucha gente pero al final hay que comer todos los días. Y por desgracia nuestra vida está envuelta en una rueda económica que no para, con o sin virus.

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